Norberto Soares, una leyenda literaria de los años 70 –y a quien Osvaldo Soriano había definido alguna vez como “el mejor escritor inédito” de su generación–, me invitó a que pasáramos al balcón que daba sobre la avenida Rivadavia. Era un día de paro nacional y la estruendosa manifestación de la CGT clamaba: “Traigan al gorila de Alfonsín/ para que vea/ que este pueblo no cambia de ideas/ lleva las banderas de Evita y Perón”. El sol brillaba. “Un día peronista”, lo llamaban los renacidos seguidores del General.
Desde aquel sexto piso de la redacción se podía sentir la rotundez de la concentración. Habían vuelto los bombos, las estrellas federales, todo el cotillón peronista. Los manifestantes, además de ser muchos, parecían eufóricos. Como si la dictadura, una herida que recién empezaba a cicatrizar, no los hubiera amilanado; como si la guerra de Malvinas hubiera sido un acontecimiento de otro siglo y no un tajo aún abierto y sangrante. Se veía, incluso, alguna que otra bandera de las viejas y derrotadas formaciones guerrilleras: FAR, FAP y Montoneros. Volver el tiempo atrás: ¿sería esa la mayor utopía de aquella gente? ¿Un repetido amanecer? ¿Con Perón y Evita, con los obreros de brazos enormes y forzudos que supo retratar Ricardo Carpani? Ni farsa ni tragedia, esas personas parecían empeñadas en retomar el hilo de la historia como si nada hubiera ocurrido en el medio. “¡Patria, sí, colonia, no!”, gritaban, como recién levantados de una breve siesta.
Soares, que había tenido algún roce –más poético que militante– con el peronismo setentista, y había votado por Raúl Alfonsín en 1983, casi no hablaba. Tenía los ojos puestos en el desfile. Más serio que nunca, su habitual sarcasmo parecía haberse vuelto pastosa amargura. Por mi parte, que todavía sufría la desorientación postraumática de la militancia comunista, tampoco tenía demasiado para decir: apenas dos años antes había cumplido mi último acto disciplinario votando por la fórmula Luder-Bitel “para acompañar a las masas peronistas”. Además de la orfandad, me corroía el amargor del arrepentimiento.
A pesar de que todavía éramos jóvenes, ambos nos sentíamos fuera de toda pretensión de protagonismo histórico. Nos amparaba, eso sí, el periodismo, una privilegiada manera de ser espía del presente, observador comprometido y testigo de cargo.
Como suele ocurrir con demasiada frecuencia en la Argentina, aquellos eran tiempos de intensidad política inusitada. La historia parecía transcurrir entre respingos, como si pujara por salirse de libreto para volver a lo de siempre: claridad, penumbra, noche. O sea: elecciones, desgobierno, golpe de Estado. Eso temíamos en esa jornada de candombe nacional y popular.
Nuestra generación era hija de la violencia, de la prepotencia. El autoritarismo y la arbitrariedad constituían casi las únicas formas de relación política que conocía. La refinada y pluralista Europa quedaba lejísimos. No existían los matices. De modo que, incluso quienes padecían fatiga y hartazgo por tanto peregrinar a puñetazos, dudaban de que pudiera existir otra manera de vivir en sociedad. Ni Uruguay, el idilio republicano de nuestra infancia rioplatense, se había salvado de la catástrofe. De Chile, ni hablar: las fantasías de concretar una revolución social por vía comicial se habían hecho trizas con el asalto militar a La Moneda y el suicidio de Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973: Augusto Pinochet gobernaba, todavía, a sus anchas y con mano de hierro. La democracia era una quimera en todo el continente. En esta región, las cosas se resolvían a tiros.
Cuando nos sorprendió el amanecer alfonsinista, nosotros, “los antiguos”, teníamos ya una enorme fatiga. Éramos, de alguna manera, hilachas del fracaso argentino. Resulta difícil explicar el peso en la conciencia que acarrean los sobrevivientes de un naufragio, la pulsión que ejerce la sangre de los caídos en quienes lograron mantenerse ruinosamente a salvo. No es una cuestión que la política pueda interpretar, ni mucho menos resolver. No juegan solamente aspectos ideológicos o partidistas. Irrumpen sobre aquellos que aspiran a superar el pasado, la culpa y el dolor. Una fractura social sangrienta no se tapa con nuevos relatos o narraciones. Los muertos hablan. Pesan. Sacuden las conciencias.
Incluso quienes no habíamos ejercido la violencia contábamos con muchas víctimas cercanas en el haber. La dictadura había matado “por las dudas”, no solo desconociendo garantías y derechos, sino como parte de una “cruzada higienizadora”. Los grupos de ultraizquierda y las llamadas formaciones especiales, por su parte, transitaron la pulsión vanguardista: tenían una especie de ensoñación con la justicia por mano propia, cada cual con su imaginario de sociedad ideal y su particular receta de felicidad futura. Matar, morir, desaparecer, vengar fueron vocablos que marcaron nuestra adolescencia y juventud. La vida era todo o nada.
De allí veníamos. Éramos combatientes retirados de trincheras ajenas. El espectáculo que estábamos presenciando ese día desde el balcón de nuestro trabajo –que era, además, una apuesta por darnos una nueva vida, por recuperar lecturas canceladas o postergadas, luego de años en los que había estado prohibido hasta soñar– resultaba entre aterrador y farsesco. Como pasajeros de una democracia neonata, no era sencillo imaginar un futuro pacífico. Nadie sabía si una pisada en falso podía o no devolvernos a las tinieblas, a la oscuridad de la tiranía y al desquicio mortuorio, pero sí que la normalidad –nuestra modesta aspiración– corría serios riesgos. Esa gente, allí abajo, gritando consignas destempladas, nos producía algo parecido al temor. Pero también, bronca y, sobre todo, impotencia.
La van a embromar. Finalmente, la van a embromar. Eso presentíamos en esa tarde de peronismo radiactivo.
Arrastrando mi propia melancolía, sentí que necesitaba, como urgente medicina, una frase del ingenioso Soares, alguno de sus ocurrentes giros, una de las chanzas que solía destilar cuando estaba en pleno uso de sus aptitudes creativas. Lector compulsivo y trasnochado, compañero de juergas intelectuales de grandes escritores de su tiempo –Soriano y Miguel Briante, entre tantos otros–, avezado conocedor de la obra de Sigmund Freud, aquel día de paro nacional contra el gobierno de un demócrata cascarrabias y tozudo, Soares me regaló, por fin, la dosis de brebaje creativo que tanto buscaba. Posando sus manos sobre mis hombros –algo poco habitual en él–, lanzó, aletargado: “Al final, cuando desembarquen los marines en estas costas, los argentinos vamos a estar recibiéndolos alborozados, agitando la banderita de las estrellas...”.
Muchas veces he pensado en Soares muerto, demasiado joven, en 1999– y sus irónicos acertijos. Scott Bessent y Javier Milei parecen estar cumpliendo ahora aquella profecía del balcón.
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