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Aquel preámbulo del ‘83

hace 14 horas en clarin.com por Clarin.com - Home

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Aquel preámbulo del ‘83

"Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino: invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia…”

Nuestro Preámbulo constitucional es, casi, copia del de los Estados Unidos; memorizado en nuestra infancia, devino en un verdadero salmo laico de comunión musitado por multitudes en la campaña que llevó al poder a Alfonsín hace 42 años.

Los valores creyentes se evidencian; pero “la Constitución argentina no es católica sino civil. Se funda en el derecho público universal, popular, de gobernarse el pueblo a sí mismo, según principios del gobierno republicano, sin ninguna creencia obligatoria u oficial” y que el preámbulo fuera una copia, le otorgaba al derecho y la jurisprudencia constitucional de aquel país un rol de guía para la “interpretación genuina” de nuestro articulado apoyándose en la única federación de entonces (Sarmiento). El sostenimiento financiero que implica el artículo 2 en nada indica que se “adopta” la religión católica como oficial: nuestra Constitución es teísta, pero laica.

Tras muchos siglos de monarquías absolutas amparadas en el derecho divino comenzó un movimiento en favor de separar la Iglesia del Estado y Dante Alighieri puede considerarse su pionero. En el trecento enuncia que los círculos de su Comedia se amplían de la ciudad (Florencia, el Infierno) a la nación (Italia, el Purgatorio) y al mundo (el imperio o Paraíso). El Orden universal cristiano es, como el imperio de Augusto, la paz, pero, dado que la monarquía universal exige una fuerza teológica que dé sentido a lo demás, ya convive “el primer intento formal de independizar el poder temporal del espiritual” (F. Bertelloni) que, por provenir de Dios y no del Papa, “representa el primer paso dado por la humanidad en el camino andado en favor del poder laico independiente de las estructuras eclesiales”.

Roma (¿Estados Unidos?) era necesaria “para el bienestar del mundo” o “la plenitud de los tiempos” y justifica su violencia como “razones instrumentales de la providencia divina”: un teísmo al servicio del poder absoluto. Los Príncipes se reproducen en la República de Florencia y al gran poeta medieval le sigue Maquiavelo, que sienta las bases de un laicismo instrumental donde la religión se utiliza para fines políticos.

Su contemporáneo Erasmo de Rotterdam, en Elogio de la locura lanza munición gruesa contra los ritos y tradiciones católicas y es perseguido, como lo serán también el cosmólogo Giordano Bruno o el librepensador Baruch Spinosa, famoso por su sentencia: “Ni llores, ni rías, comprende”.

El protestantismo enfatiza sobre la libre interpretación de la Biblia y fundamenta la necesidad de países laicos para proteger la libertad de conciencia de los ciudadanos y establecer un marco de convivencia pacífica y de igualdad. Aunque Escocia, Inglaterra, Noruega, Suecia y Dinamarca son aún Estados confesionales, y los Estados Unidos e Israel son dos casos sin religiosidad oficial pero con fuerte presencia institucional y jurídica de los libros sagrados (In God we trust), puede afirmarse que el laicismo –la traza de límites entre lo sagrado y lo mundano– es rasgo esencial de la modernidad.

Se nutre de secularistas como Hobbes y Locke, el moderado Montaigne, el racionalismo cartesiano y, más acabadamente, Voltaire, Rousseau, Kant y Hegel, que fundamentaron las bases de la constitucionalidad democrática, con nuevos valores cuya clave es el respeto a la diversidad social y de creencias basado en la autonomía de la razón frente a los dogmas y la separación de la moral y la política respecto de la religión. Después del ateísmo marxista, Einstein y los agnósticos Russell y Borges enfatizaron la necesidad de basarse en la evidencia y la lógica y no en el temor a lo desconocido.

En Argentina, un siglo de luchas confluye en la Ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria y en los registros civiles que sacaron de la órbita confesional la vida privada de las personas: la intensidad de estos debates llevó incluso, en 1884, a la expulsión del nuncio apostólico y la suspensión de relaciones con el Vaticano.

Pero hoy, el proyecto de “libertad educativa” y los embates contra la salud pública intentan anular aquellos sistemas, emblemas de la igualdad. ¿Se trata acaso de retornar a los Reyes Católicos o al L’État, c’est moi de Luis XIV? Porque, cuando referimos estos temas… ¡hablamos del poder soberano! Nuestra recauchutada democracia cumple apenas 42 años y aquel preámbulo vuelve a cobrar vida.

Irreverencias de cinco siglos. Erasmo destaca la celebración de la estulticia –necedad, tontería– como el mecanismo hipócrita inventado para “hacer creer”; José Cela clasifica los siete pecados capitales: “dos nobles, la lujuria y la gula; dos vanos, la soberbia y la pereza y tres malditos; la avaricia, la ira y la envidia”. ¿Cuál de estas categorías aplica para caracterizar estas nuevas campañas contra “lo público” hechas a título de fuerzas celestiales? En cualquier caso, esos embates nada ingenuos mal pueden hacerse en nombre del liberalismo que amalgamó a Alberdi, Sarmiento y Roca.

Ricardo de Titto

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