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Los economistas solemos discutir las causas de la inflación y la profesión está dividida entre aquellos que creen que es un fenómeno exclusivamente monetario y los que no. En cambio, hay mayor consenso sobre sus consecuencias: “es un impuesto no legislado, que distorsiona precios y contratos, afectando especialmente a los que menos tienen y operan en efectivo”. No obstante, suele quedar soslayado su impacto contable sobre el sector formal, ya que deforma la idea misma de qué significa “ganancia”.
En un país con inflación crónica -hace más de una década que la inflación no baja del 25% anual o del 2% promedio mensual- pretender aplicar impuestos nominales sin ajustes reales es como medir la temperatura con un termómetro roto y luego tomar decisiones clínicas en base a ese número. El resultado no es solo ineficiencia sino también arbitrariedad: el impuesto a las ganancias se ha convertido en uno de los ejemplos más claros de esta patología.
Desde hace más de dos décadas, el fisco argentino ha desarrollado una curiosa doctrina: reconocer los efectos de la inflación cuando benefician al Estado y negarlos cuando benefician al contribuyente. Esa doble vara es jurídicamente peligrosa y la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha tenido que intervenir reiteradamente para recordar un principio básico: cuando la falta de ajuste por inflación vuelve confiscatorio el impuesto, el tributo deja de ser legítimo.
Pero Argentina tiene una notable capacidad para tropezar con la misma piedra. Hoy el conflicto gira en torno a los quebrantos de 2023, utilizados el año pasado. Empresas y contribuyentes, aplicando una lógica económica elemental, los ajustaron por inflación para evitar tributar sobre pérdidas reales convertidas en “ganancias” ficticias por una suba de precios que acumuló 117,8% en 2024. La respuesta del fisco fue previsible: negar el ajuste, reclamar diferencias y judicializar el conflicto.
La situación roza lo absurdo. El propio Poder Ejecutivo envió al Congreso un proyecto de moratoria que ofrecía una especie de indulgencia fiscal a cambio de que los contribuyentes aceptaran pagar más impuestos de los que realmente correspondían. Traducido: “pagá de más hoy, y quizás mañana te tratemos mejor”. El proyecto fracasó y luego llegaron los planes de pago, cada vez más sofisticados, pero siempre basados en una premisa inalterada: cobrar un impuesto sobre una base inflada. Por último, llegó la pirueta conceptual: para quienes se someten al sistema, el fisco considera que actualizar quebrantos es un “error excusable”; pero, para quienes insisten en sostener esa misma posición, se deja flotando la amenaza de sanciones e incluso eventuales responsabilidades penales. En lenguaje coloquial: si te resignás, sos comprensible; y, si defendés tu derecho, sos sospechoso.
Detrás de escena hay un problema serio: sin ajuste por inflación, el impuesto a las ganancias no grava renta sino al patrimonio, al capital y, por ende, a la inversión (y al empleo asociado), obligando a los contribuyentes a pagar por una riqueza que no generaron, y en muchos casos, a descapitalizarse simplemente para cumplir con el fisco.
Lo más llamativo es que el propio Estado ya admite esta lógica en sectores selectos. El RIGI contempla mecanismos de ajuste por inflación. Pero el resto de la economía sigue atrapado en una especie de esquizofrenia normativa: una macroeconomía aún inflacionaria y una microeconomía impositiva que finge que eso no existe.
La conclusión es incómoda, pero evidente: sin ajuste por inflación integral, el impuesto a las ganancias es, en los hechos, un impuesto a las ganancias imaginarias. La solución no requiere creatividad extrema sino honestidad intelectual y coraje político: enviar al Congreso para las próximas sesiones extraordinarias un proyecto de ley que aclare y permita el ajuste por inflación de quebrantos y activos previos a 2018.
La administración Milei se ha impuesto la loable meta de pulverizar la inflación y, si todo marcha acorde al plan, es posible que lo logre para finales de su presidencia. Sin embargo, también hay que atender las consecuencias del fogonazo inflacionario del cambio de gestión, que rozó la hiperinflación según las propias palabras del Presidente al inicio de su mandato.
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