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Los títulos de las ediciones impresas de los principales diarios del martes coincidieron. Uno era una noticia: la firma del swap con Estados Unidos por 20.000 millones de dólares. Otro era un trascendido: serían inminentes los cambios en el Gabinete.
Las modificaciones que adelantaron esas versiones iban en un solo sentido: se reforzaría la influencia de Santiago Caputo en la administración mileísta.
Saldría el canciller Gerardo Werthein, se fusionarían Seguridad y Justicia y el jefe de ministros, Guillermo Francos, sería reemplazado por el poderoso asesor, quien así dejaría de ser monotributista para sumarse oficialmente al funcionariado.
Hasta el inspector Clouseau sería capaz de deducir cuál de los lados del Triángulo de Hierro había alentado tales rumores.
El recalentamiento de la interna libertaria a pocos días de las elecciones -y con un dólar resistente a todos los tuits del secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent- obligó a salir a hablar al propio Presidente: "De cara al segundo tramo de este mandato voy a acomodar el Gabinete para lograr los objetivos de segunda generación", planteó Javier Milei durante una entrevista con la TV Pública.
Y aclaró: "El 26 a la noche con todos los números veré qué tipo de entramado necesito".
Se entiende: una cosa es un relanzamiento de la gestión y otra salir a poner parches a las apuradas tratando de que el agua no escore más el barco.
El horno no está para más bollos de mala praxis política. La foto de Espert que verán los bonaerenses en las boletas el domingo es el mejor recordatorio.
Adelantar los necesarios cambios en el Gabinete -por los ministros/candidatos que pasan al Congreso y para sacudirle el polvo a una administración que luce devaluada- dejaría al Gobierno sin una herramienta clave para el día después sea cual fuere el resultado.
Porque una victoria del oficialismo frente al kirchnerismo -incluso un empate- permitiría al Gobierno arrancar una segunda etapa con los propios más algunos prestados del PRO y buscar en el Congreso consensos más amplios, imprescindibles para avanzar con sus políticas.
Permitiría también un discurso triunfalista, más allá de que aun en ese caso sus legisladores propios seguirían siendo insuficientes hasta para asegurar los vetos presidenciales.
Una derrota, en cambio, lo pondría en tal situación que podría verse en la necesidad de acudir a un plan B que hoy en realidad nadie quiere, aquello que solía llamarse un “gabinete de unidad nacional”. Con ministros aportados no sólo por el PRO, sino también por gobernadores como el cordobés Martín Llaryora o el chubutense Ignacio Torres.
Semejante cuadro -impulsado fuertemente por Estados Unidos, que ha sido consistente en sus mensajes “progobernabilidad”- parece por ahora una irrealidad.
Por un lado, dudosamente los gobernadores querrían pegarse a un Gobierno en estado de fragilidad.
Por otro, y sobre todo, el mileísmo tiene sus dificultades con las alianzas. Se comprobó tras las elecciones del 7 de septiembre en Provincia, cuando hubo un discurso presidencial en el que Milei admitió errores, pero no echó a nadie.
Tal vez la explicación sea más sencilla: quien más promovió hasta ahora un partido y un Gabinete sin caras extrañas es justamente el elemento más inamovible del Gobierno. La Hermanísima, claro. Karina.

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