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Las librerías se clasifican en tres tipos: las que invitan a entrar, las que impiden salir, y las que mejor pasar de largo. Las que mejor pasar de largo pueden resultar engañosas, por eso se aconseja mirarlas primero de fuera, con ánimo ecuánime.
Si sospechan que en ese local los empleados apostados detrás del mostrador podrían vender sombreros en lugar de libros, apuren el paso y aléjense sin mirar atrás; es una trampa.
Dicho esto sin demérito alguno para la noble profesión de vender sombreros, para la cual se requiere arte y estilo. Pero si da lo mismo vender un sombrero que un libro, no es una librería, es un comercio.
Ahora bien, las librerías que invitan a entrar se subdividen a su vez en dos clases: las que invitan a entrar porque son atractivas, y las que invitan a entrar porque son entrañables.

Las que invitan a entrar porque son atractivas pueden confundirse con las que invitan a entrar porque son perfectas, pero en verdad resultan engañosas y pertenecen a la especie de mejor pasar de largo.
Las que intentan atraer desde la perfección pueden ser peligrosas. Son como esas casas donde todo reluce en su lugar, y uno está a gusto y se le da por sentarse cómodo, hasta que la anfitriona comienza a acercarnos ceniceros, portavasos y cubiertos para las empanadas, mientras habla de lo difícil que se ha puesto el servicio doméstico.
Huyan de esas librerías. Tienen una vocación de orden y de universo cerrado que nos impide sacar un solo libro de su sitio, intimidados por el empleado que no nos quita el ojo.
Las atractivas son otra cosa. Son elegantes, armoniosas y a uno le gusta pasearse entre las mesas de novedades, o sumergirse hacia el fondo pasando un dedo por los lomos de los libros que lucen bellos y nuevos. Uno va a ellas a buscar equilibrio y sabiduría.
Las entrañables, por el contrario, pueden no lucir muy ordenadas, pero da gusto entrar porque todo está a mano y es amigable. Hay algo simpático en ellas, de camaradería. Por ejemplo, entré en una en Londres.

Sobre las estanterías de madera clara habían dispuesto unas pequeñas fichas debajo de los libros exhibidos, donde daban cuenta, con un dejo de humor inglés, del nombre de los autores, su lugar y fecha de nacimiento y muerte (si correspondía) y una frase corta de ponderación, de la obra o de un título.
No mucho más que la información que los museos proporcionan sobre los cuadros. Las fichas daban una idea somera del asunto, y eran al mismo tiempo una invitación a tomar un libro. Y comprarlo, que para eso estamos.
¡Pero las librerías que no nos dejan salir! Pueden ser librerías atendidas por sus dueños, que ronronean al fondo del local como gatos a los que tarde o temprano acudimos para acariciar el lomo, en busca de secretos y rarezas exclusivas.
O pueden ser librerías de viejo, donde entre el polvo y el caos se esconde, lo sabemos, el tesoro que habrá de deslumbrarnos. Es difícil salir de ellas, pero se sale vivo.

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