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Don José, el estilo es el hombre

hace 13 horas en clarin.com por Clarin.com - Home

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Don José, el estilo es el hombre

Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, científico polifacético, fue un destacado hombre de la Ilustración. Su Discurso sobre el estilo, compuesto para su ingreso en la Academia Francesa devino en un clásico. En él distingue tres cualidades de un autor que él llama “estilo”: unidad, plan y claridad.

Así como los oradores buscan la mayor elocuencia para despertar pasiones, los escritores se dirigen al espíritu con “el orden y el movimiento en el pensar”: “el movimiento mismo nace del orden”. Se trata de elegir las expresiones con delicadeza y gusto, evitar afectaciones, desechar los tecnicismos y desconfiar de la improvisación. “Escribir bien es a la vez pensar bien, sentir bien y expresarse bien; es poseer a la vez ingenio, alma y gusto”. Solo el estilo puede salvar del olvido a una obra: los conocimientos y los descubrimientos son “cosas que están fuera del hombre, pero el estilo es el hombre mismo: el estilo no puede robarse ni transportarse”.

Nuestros gobernantes suelen contraponer “estilos”: Rosas y Sarmiento, Yrigoyen y Alvear, Alfonsín y Menem e incluso al módico Néstor Kirchner con la retórica Cristina. En las comparaciones subyace, también, la idea de “originalidad” de la que algunos se ufanan mientras para otros es indiferente.

En similar espíritu de una nota sobre el Libertador de Federico Mittelbach –miembro del Centro de Militares para la Democracia Argentina– no es nuestro interés pontificar, y recordamos con Sábato que “siempre habrá algún chino que 5000 años atrás sustentara lo que hoy exhibimos como original”.

Es pertinente, sí, enmarcar estas líneas con la famosa frase de su carta a Tomás Guido:” He tenido la desgracia de ser hombre público; sí, amigo mío, la desgracia, porque estoy convencido que serás lo que debas ser, si no, serás nada”.

La construcción de Don José –el Jefe, el Libertador, el político, el padre, el anciano retirado– exhibe una línea de conducta ética sin exabruptos ni lugar para la procacidad en el que impuso como delito las violaciones al código de honor. “Tengo excusado recomendar la humanidad que debe tenerse aún con los enemigos de la causa y españoles europeos”, escribe a Arenales en 1820 repitiendo una idea sostenida ya en 1816 cuando se trataba de organizar “una fuerza imponente que, evitando la efusión de sangre, nos dé su completa posesión (de Chile)”. Buscaba “atraer fuertemente la opinión de los pueblos” con el “honor y suficiencia de los oficiales” alertando que “la impericia y la corrupción son causa inevitable de los desastres, descrédito y pérdida de la mejor empresa”.

En una Proclama enfatiza: “la Patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes ni le da las armas para que cometa la bajeza de abusar de esas ventajas, ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene”. “La fuerza física no ha de influir tanto como la moral” y, sin abandonar “la más exacta disciplina, al paisanaje se tratará con dulzura y moderación”.

En el siglo XX, el estratega inglés John F. C. Fuller, autor de la Segunda Guerra Mundial, suma una voz del mismo tenor: “Las guerras ideológicas son disparates no solamente porque las ideas son impermeables a las balas sino porque, invariablemente, cuanto más santa es la causa, más demoníaco es el fin”. Concluye: “Es más ventajoso hacer la guerra como caballeros que como villanos, porque una guerra de villanos no puede acabar sino en una paz de villanos y una paz de villanos no es otra cosa que una guerra nueva”.

Si ésta debiera ser la ética universal de la guerra… ¿cómo no sostenerlas aún con mayor énfasis cuando el combate es político o ideológico?

En efecto, como señaló el poeta romano Quinto Horacio Flaco, en tiempos de esplendor del imperio de Augusto “La fuerza bruta privada de sabiduría cae en ruinas por su propio peso. La potencia templada con la prudencia hace más grandes a los gobernantes genuinos” (Alberdi pinta a don José afirmando que “su ‘manía’ era la modestia.).

Insultar invocando fuerzas celestiales es un contrasentido tan flagrante que denigra más a quien agravia y recurre a bajezas que a quien recibe esas (poco) veladas amenazas porque, como destacó Saramago en El último cuaderno “la sombra es lo que permite hacer la lectura de la luz”. Tal cual: las penumbras, que oscurecen los discursos con ofensas, difamaciones y vulgaridades de mal gusto, no hacen sino afirmar que la claridad de ideas francas y honestas de los verdaderos amantes de la libertad se alojan allí donde la opacidad se convierte en transparencia.

Múltiples citas de San Martín refieren una y otra vez a unos cuantos principios, los de persuadir, convencer, formar la opinión pública, “obedecer y sostener la voluntad general”, “sacrificarse por el bien común”, respetar los tiempos de la sociedad, “graduar el patriotismo por la generosidad (porque) el lujo y las comodidades deben avergonzarnos” y subrayar su concepto del sentido profundo de la conquista de la libertad: “El empleo de la fuerza, siendo incompatible con nuestras instituciones, es, por otra parte, el peor enemigo que ellas tienen”; “la ferocidad y la violencia son crímenes que no conocen los soldados de la libertad”. Por eso, “la armonía que creo tan necesaria para la felicidad de América, me ha hecho guardar la mayor moderación”; y alerta: “las consecuencias más frecuentes de la anarquía son las de producir un tirano”.

Al fin, los maliciosos e impostores no son otra cosa que un fraude, y en ese juicio de la historia, la verdad suele resultar, por lo general, implacable.

Ricardo de Titto

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