En Argentina hablamos de la grieta como si fuera un fenómeno inevitable, casi parte del paisaje natural. Hay también otra amenaza menos visible, pero igual de corrosiva: el desencanto. Según Latinobarómetro, en América Latina el apoyo a la democracia cayó del 63 % en 2010 al 48 % en 2023, y el porcentaje de quienes no tienen preferencia por ningún régimen aumentó del 16 % al 28 %. En Argentina, un estudio de Poliarquía reveló que el 72 % de la población se muestra insatisfecha con la democracia y que el 50 % estaría dispuesto a aceptar un gobierno no democrático si este resolviera los problemas más urgentes.
Estas cifras no solo muestran una crisis de confianza en las instituciones: revelan que el vínculo entre ciudadanía y democracia se está debilitando. Y cuando ese lazo se erosiona, uno se da cuenta que no alcanza con que las instituciones existan en el papel; necesitan de una base viva de valores y prácticas. La democracia es, sobre todo, un conjunto de valores y hábitos: la disposición a informarse, a participar, a escuchar, a reflexionar y a conversar.
La historia y la investigación comparada muestran que la erosión de esas prácticas abre la puerta a dinámicas peligrosas. En Cómo mueren las democracias, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advierten que el incumplimiento de las normas no escritas —como el respeto por el adversario o la aceptación de la legitimidad del otro— erosiona el sistema desde adentro. Richard Haass, expresidente del Council on Foreign Relations, resalta en The Bill of Obligations: que no basta con exigir derechos, hay que asumir obligaciones cívicas para que la democracia funcione. Carlos Nino lo dijo antes en Un país al margen de la ley: la anomia —vivir como si las reglas y obligaciones no existieran— hace imposible el desarrollo.

Todos estos diagnósticos apuntan a una misma verdad: la democracia requiere condiciones muy específicas para sostenerse. El psicólogo social Jonathan Haidt acuñó el concepto de “democracia liberal finamente calibrada” para describir un sistema que solo funciona bajo equilibrios sociales, políticos e institucionales muy delicados. Por eso la democracia es, en cierto modo, un milagro: un acuerdo entre extraños para vivir juntos bajo reglas comunes, pese a diferencias profundas.
Frente a este panorama, toda iniciativa que reactive la confianza ciudadana es un antídoto. Un ejemplo es Mi País Conversa, impulsada por la Fundación Bunge y Born en alianza con Infobae. El mecanismo es simple: se responde “sí” o “no” a cinco preguntas sobre política, economía y sociedad, y un algoritmo empareja a cada participante con alguien que respondió de forma opuesta. El objetivo no es convencer, sino escucharse. Las conversaciones pueden ser virtuales o presenciales y ocurrirán en todo el país durante la semana del 15 de septiembre.
John Dewey, el gran filósofo de la democracia del siglo XX, la definió como un experimento colectivo: frágil, siempre inconcluso, dependiente del compromiso de quienes la practican. En un tiempo en el que las redes sociales premian la descalificación y la política se enrosca en la confrontación, sentarse a conversar con quien piensa distinto se convierte en un acto de consolidación democrática. Superar la grieta y el desencanto no implica que vayamos a pensar igual, sino que podamos convivir en desacuerdo. Ejercitar la cultura democrática es, al fin y al cabo, aceptar que todos —sin excepción— estamos implicados en este experimento. Y que su éxito o su fracaso dependen, en última instancia, de nosotros.
