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Democracia argentina: amada, tolerada… y bajo sospecha

hace mucho en perfil.com por Eduardo Reina
Javier Milei 10082025

Los argentinos tenemos un romance contradictorio con la democracia. Según el último informe de Creencias Sociales 2025 de Pulsar UBA, el 85% dice preferir vivir en democracia —el nivel más alto en tres años—, pero cuando se pregunta qué tan democrática creemos que es la Argentina hoy, el promedio apenas roza un 6,47. La queremos, sí, pero desconfiamos de la que tenemos. Y esa nota sube o baja según el partido que nos represente: 7,15 para los votantes de Javier Milei y 6,03 para el Partido Justicialista o peronistas.

El problema no es solo de percepción: cada vez más ciudadanos condicionan su apoyo a que el sistema les resulte conveniente. No medimos la salud institucional por el respeto a las reglas, sino por la simpatía hacia el inquilino de turno en la Casa Rosada. Ese es el primer síntoma de fragilidad: cuando la democracia deja de ser un marco común y se convierte en una bandera partidaria. Esto no es amor a la democracia: es fanatismo político disfrazado de compromiso cívico.

La impaciencia es el segundo síntoma. El 36% cree que, si un presidente no da resultados, debe irse antes de tiempo. Es la lógica del hincha impaciente trasladada al Gobierno: si no me gusta el técnico, lo echo. En boca de algunos suena moderno, en la historia argentina es dinamita para la estabilidad institucional. Normaliza la excepción y convierte el mandato popular en un contrato sujeto a los caprichos de la coyuntura.

Las libertades parecen firmes en el papel: el 84% defiende el derecho a manifestarse y el 74% rechaza suspender derechos “por el bien común”. Pero esa firmeza es selectiva. Entre los oficialistas, crece la tolerancia a que Milei frene al Congreso o ignore fallos judiciales. Es la misma doble vara que vimos con el kirchnerismo, que justificaba presionar a la Justicia o manipular el Consejo de la Magistratura “porque enfrente está la mafia”. Hoy, lo que antes era “autoritarismo K” se llama “plan de reformas sin palos en la rueda”. Así es como los atajos institucionales se vuelven costumbre: primero para frenar al enemigo, después para concentrar poder.

Más de la mitad de los argentinos preferiría que gobiernen “expertos” antes que políticos. El dato es alarmante: la tecnocracia no es garantía de democracia. En América Latina, los “expertos” han sido la coartada perfecta para gobiernos que concentran poder sin rendir cuentas. En Argentina, el autoritarismo vendrá con acompañados por Powerpoints y títulos universitarios en el atril. Cuando la democracia delega en “los que saben” sin control ciudadano, se acerca al autoritarismo con guantes blancos.

El riesgo no es que la democracia caiga de un día para otro, sino que se vacíe lentamente hasta convertirse en un decorado que justifica cualquier atajo. La democracia argentina no se muere de un infarto, sino de una enfermedad crónica. La estamos erosionando desde adentro, tolerando que el poder abuse si es de “los nuestros” y cuestionando las reglas cuando no nos conviene. El kirchnerismo lo hizo. El macrismo lo hizo. Y Milei ya lo está haciendo, bajo el aplauso de quienes decían venir a salvar la República.

En el Parlamento de Andalucía, alguien advirtió un día: “Cuando nos demos cuenta, en Andalucía no habrá olivos. Cuando nos demos cuenta, ya no viviremos del aceite, por el cambio climático”. Es una imagen brutal, porque habla de un daño lento, silencioso e irreversible.

En Argentina pasa lo mismo con la democracia: cuando nos demos cuenta, no habrá democracia; cuando nos demos cuenta, viviremos en libertad controlada . Y no será por un golpe militar, sino por haberla dejado secar.

Riorda