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En estos días, tras la celebración de las Pascuas católicas y judías, se conmemora el Día del Holocausto y el Heroísmo, en recuerdo de los 82 años del levantamiento del gueto de Varsovia, considerado como el mayor acto de resistencia de los judíos en la Segunda Guerra Mundial. Y este 24 de abril se celebra el “Día de acción por la Tolerancia y el respeto entre los pueblos” en el 110° aniversario del genocidio armenio. Fechas y evocaciones que se vinculan íntimamente.
Un 24 de abril de 1915, mientras la atención internacional estaba puesta en el inminente desembarco de las fuerzas aliadas en Galípoli, momento decisivo de la Primera Guerra Mundial, las autoridades del imperio otomano ordenaban el arresto de los líderes de la comunidad armenia y asiria de la capital, Estambul, y otras ciudades. En esa noche, una primera ola de 235 a 270 intelectuales eran trasladados a centros de detención. El número total de arrestos y deportaciones llegó a más de 2000 personas.
Pero ese era solo un comienzo. El inicio de un calvario que concluiría en el destierro y exterminio de la población armenia, calculado en 1,5 millón de muertos. Contra la corriente, hubo una pequeña minoría que supo desplegar un extraordinario coraje para mantener los valores humanos en pie. Uno de ellos, el gobernador de Kütahya, Faik Ali Ozansoy, se negó a cumplir las órdenes de deportación y logró salvar la vida de alrededor de 1000 familias armenias.
Treinta años después, un solo hombre, el abogado polaco Raphael Lemkin, sobreviviente de pogroms y campos de concentración nazis, y horrorizado por los crímenes contra el pueblo armenio, peleó para que la comunidad internacional le impusiera título y castigo a ese “crimen sin nombre”: fue él quien creó el término “genocidio” para nombrar a la negación del derecho de existencia a grupos humanos enteros, condenada por primera vez por la comunidad internacional recién en 1946 y sancionada en 1948 por la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio de la ONU.
Por mucho tiempo, el destierro y la aniquilación de comunidades, pueblo o minorías fue considerado como “daño colateral”, efecto secundario o consecuencia inevitable de las guerras, a lo sumo crímenes de guerra solo justiciables por ejércitos vencedores.
La cuestión del genocidio –de los genocidios- no ha dejado ni dejará de acompañar como una sombra a la civilización humana, un espejo en el que se refleja su faz mas temida y monstruosa, lo que filósofos como Immanuel Kant, Hannah Arendt y otros definieron como “el mal absoluto”. Las imágenes y testimonios del horror nunca fueron tan ampliamente difundidas, y sin embargo se mantiene la enorme brecha entre la visibilidad y la evidencia del mal y nuestra capacidad para comprenderlo, prevenirlo y castigarlo. Se buscan –y se encuentran- atajos justificatorios. O se homologan unos crímenes con otros.
Al mismo tiempo, el derecho internacional humanitario -tantas veces invocado, tantas veces desconocido- ha dejado establecido que los Estados basan su legitimidad soberana en la protección de los pueblos –mayorías y minorías- que habitan en ellos, y deben responder, por tanto, por las violaciones a los derechos humanos que se hayan sufrido o se sufran en su interior. Idea que se expresa también en la consagración del derecho a la verdad y a la memoria como parte de ese reconocimiento universal.

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