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A mi parecer, desde Jorge Luis Borges no ha tenido el premio Miguel de Cervantes un premiado tan singular, incluso tan excéntrico, como Álvaro Pombo, filósofo y poeta que también es novelista y, además, en años de su juventud estuvo empleado en Londres en una sucursal de un banco que fue de su familia.
Fue, además, importante miembro de la organización política UPyD, que trató de representar, sin éxito, el centro político en España. Él fue el más entusiasta de sus miembros, y ya fuera de la política, en la que fue una estrella brillante y fugaz, fue Pombo él mismo otra vez porque nunca había dejado de serlo, ni cuando gritaba en los mítines. Siempre fue, y es lo que es Pombo, un poeta, un escritor formidable, un cervantino, una persona que se aferra a la literatura como si ésta fuera, también, el clavo ardiendo con el que nació.
Lo conocí cuando yo era un periodista imberbe en Inglaterra, y él trabajaba allí en oficios que estaban por debajo de su sabiduría. Ya entonces era, desde sus ojos hasta la planta de los pies, un ser humano excepcional que escuchaba a sus amigos, y a quienes acabara de conocer, como si esperara de ellos las revelaciones que había encontrado en Jean Paul Sartre o en Cervantes.
Cuando este periodista volvía de las crónicas a las que lo obligaba el oficio de periodista en el Londres desde el que entonces se miraba la naciente Transición política española, este hombre que entonces no tenía aún cuarenta años lo esperaba meciéndose en una chaise-longue, y preguntaba. No era nunca, no lo fue nunca, el que explicaba lo que sabía; ajeno a toda pedantería, este misterioso sabio de entonces quería saber de lo que pasaba, y también de lo que pasaba por la cabeza de la niña, Eva, que llegaría de un momento a otro de la escuela.
Sentado allí, como un muchacho perdido en los vericuetos administrativos de Londres, no explicaba a nadie todo lo que sabía, y que otros sabían que sabía. Pero tenía en varias editoriales españolas de entonces las consecuencias de esos saberes, sobre todo literarios y, en aquel momento, también radicalmente poéticos.
Igual que los jóvenes que entonces estaban madurando en la sociedad que se acercaba para aprender a ser democrática, Álvaro iba vestido como un recién llegado a las nuevas formas, y yo me fijaba en el desafío de su calzado, que entonces era puro tenis de correr y de recorrer. Era un inglés de Santander atraído a Inglaterra.
A veces lo veía en la calle, con otros amigos suyos, poetas también, como Vicente Molina-Foix, de la estirpe luego tan fructífera de Javier Marías o Félix de Azúa… Como este oficio que él eligió, y que lo eligió, resulta tan atraído por el engreimiento, Álvaro podía haber optado por ser engreído; y su sabiduría, la verdad, como demostró enseguida, jamás fue acompañada en su caso por la pedantería. Él controlaba ese episodio tan natural entre los artistas de la pluma haciendo que todo lo que le viniera le fuera nuevo. Así que yo lo vi todavía en la chaise-longue, esperando a mi hija, o a mi regreso de las crónicas, como si antes o después no fuera a hacer otra cosa que esperar a que llegaran el día siguiente y su trabajo.
Nunca vi a Álvaro Pombo, en esos tiempos, ni después, cuando volvió a Madrid y fue ya el escritor Álvaro Pombo, en manos de ningún engreimiento. Y así sigue Álvaro, el ganador del Cervantes, el autor de libros impresionantes (el mejor de todos, para mí, se titula Santander, 1936) y de leyendas que provienen de aquel riesgo con el que abordó la política y la mucho más profunda y bella de sus dedicaciones, la amistad.
En una época aquel cronista que fui le hacía entrevistas como si estuviera tomando notas de su porvenir. Nada más recalar en la ciudad en la que ahora habita ya tuvo publicaciones y premios.
Ni entonces ni ahora dejó de tener la barba de Unamuno, jamás rompió su complicidad con esa barba, y ahora mismo, que ya es premio Cervantes y ha de estar cumpliendo sus deberes de Académico (de la Lengua Española), sigue con ese aire estrafalario, libérrimo, que ya lo distinguía en Londres e, incluso, en la época en que gritaba “¡¡¡upeidé””! en las tenidas políticas de ese tiempo en que parecía Unamuno rompiendo el cielo de las calles.
Durante todos estos años, hasta que publicó Santander, 1936, Pombo le regaló la poesía, la literatura, su pasión más duradera, a lo que más cerca estuviera de la novela. La ficción, a la que nunca abandonó, tuvo un episodio especialmente feliz con la publicación de ese libro, que lo llevó a dejar entender lo que él vio de cerca, aun niño: lo peor de la raíz de la España a la que había nacido: la guerra civil.
Como Álvaro Pombo nunca ha sido un presumido, y mucho menos un presumido político o literario, esa obra de arte, que como muchos de sus libros ha sido publicado (este en 2023) por Anagrama, lo representa tal como es, contando, y no tan solo contándose. De modo que esa obra de arte es la consecuencia de lo que logra recordar, pero también de lo que recuerda que fue aquel país que en ese tiempo se estaba haciendo de maldad y de guerra.
Cuando ese libro salió le hice, como le había hecho otras a lo largo del tiempo, una nueva entrevista. Entonces él ya vivía en un piso de mucha altura, acompañado de un gato, Michi, el mismo que ahora he visto, vivaracho, en el sitio donde Álvaro recibió la noticia del premio que lo acerca a Borges y que tiene el nombre de Miguel de Cervantes.
Ese libro, Santander, 1936, evoca un título que Camilo José Cela le dio con parecida intención (la evocación del principio de la guerra civil española) a San Camilo, 1936… Como a Álvaro le gustan las entrevistas, leerlas, que se las hagan, esa vez le pregunté y le pregunté, y de vez en cuando él agarraba al gato, le buscaba las cosquillas, y se ponía las gafas como para mirar de lejos mis preguntas…
Recuerdo que en aquel momento, cuando iba a empezar a preguntarle, lo llamó la señora que le llevaba las viandas. Él le dijo qué quería. Quería “un puerro grande, dos o tres zanahorias, pollo, pata y contrapata, para hacer un caldo”, para reírse luego de su propia ocurrencia, “¡¡Un pollo de cuatro patas… Ah, eso: muslo y contramuslo” Hasta que finalmente tomó el hilo que fuera y respondió a lo que yo quería extraer de la esencia de esa novela que es un grito español y una obra de arte, pero también, le dije, un retrato de este mismo momento español y europeo, tan cercano a las manchas de una batalla…
Me dijo Álvaro Pombo: “Sí, y yo te iba diciendo que esa misma sensación ha tenido mi ayudante, [el también escritor] Ignacio Laguna, que dice que hay una gran relación entre el 36 y ese momento. Pero yo no he tenido esa sensación. Yo estaba embebido completamente en el 36. (…) Puede parecerse al 36, tal vez, pero yo no he tratado esta conexión”.
Poco antes de la noticia de que Álvaro Pombo había ganado el Cervantes llegó a mi casa El exclaustrado (Anagrama), su última novela, una obra de arte en la que Jean Paul Sartre, por ejemplo, maneja la esencia de una filosofía que Álvaro ensaya para ayudarse en las preguntas en que consiste la historia de amor y de religión (una guerra, como aquella de Santander, 1936) en la que consiste esta impresionante excursión por la maldad y por el estupor. Leí el libro como leí aquella otra novela de la guerra civil, con la misma sensación de ser parte de los que sufrían en la historia y con la sangre con que dibuja Pombo la esencia de su poesía.
Y mantuve siempre, mientras leía uno y otro, la sensación de que su autor iba a venir a mi casa a decírmelo mientras se mecía en la chaise-longue en la que luego se iba a sentar la niña…w
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